La semana pasada recibí un correo de una universidad notificándome que no se iba a dar inicio al curso de Teoría de Restricciones que tenía programado dictar en el mes siguiente. ¿La razón? No se alcanzó el número de inscritos que exige el área de educación continua para que justifique abrir el curso. No pude evitar responder el correo explicando por qué pensaba que la decisión no era la correcta, pero no hubo mucho para hacer; eran políticas de la universidad. Esta anécdota es un ejemplo más de lo riesgoso que es tomar decisiones sin diferenciar entre “costos relevantes” y costos “no relevantes” e ilustra las consecuencias de no cuestionar las políticas cuando el entorno cambia.

La práctica común en todo tipo de industrias es determinar los precios de los productos y servicios calculando el costo unitario y asignando un margen de rentabilidad esperado. En el caso del curso de la universidad, los costos que le asignan al curso se componen de los costos directos (honorarios del docente, refrigerios, certificados, agendas, lapiceros, etc.), de los costos de la mano de obra involucrada en la promoción y la administración del curso y otros costos indirectos asociados al uso de las instalaciones y de los equipos de la universidad. Con esta cifra más un margen esperado, se calcula el número mínimo de inscritos necesarios para que el curso sea rentable y se pueda realizar. A pesar de lo lógico que suena este cálculo, está mal hecho, pues incluye costos no relevantes en el análisis; un error bastante generalizado en todo tipo de organizaciones.

El término costo relevante se refiere a los costos que varían como resultado de una decisión particular. Los costos no relevantes, en cambio, son costos hundidos o costos comprometidos, que no cambiarán, independientemente de la decisión que se tome. Por ende, estos costos no se deben incluir en las decisiones bajo escrutinio. De acuerdo con estas definiciones, ¿cuáles serían los costos relevantes y no relevantes del curso de Teoría de Restricciones promocionado por la universidad?

Debido a la pandemia, el curso se iba a realizar de forma virtual. Por esta razón algunos costos que serían relevantes, como los refrigerios, los certificados, y el material promocional, en este caso no aplicarían. Esto quiere decir que el único costo relevante son mis honorarios. Los demás costos, como la promoción y la administración del curso, son no relevantes pues estas actividades las hacen los empleados de la universidad, quienes devengan el mismo salario, ábrase el curso o no. Lo mismo ocurre con el uso de los salones. El arriendo que paga la universidad o la depreciación de los activos tampoco va a cambiar.

Esto permite inferir que siempre y cuando el número de inscritos genere suficiente contribución para cubrir mis honorarios (cinco inscritos, según mis cálculos, en vez de los nueve que estableció el área de educación continua), la universidad no perderá dinero. A partir de cinco estudiantes, todo el valor de la inscripción será marginal y se irá directo para la utilidad de la universidad. Se estarán preguntando si justifica abrir un curso con tan pocos estudiantes y, por ende, con tan poca rentabilidad. Esta pregunta es clave y su respuesta depende de cuál es el recurso que limita la capacidad de la universidad para atender la demanda. Por esta razón, si el curso fuera presencial, el análisis se tendría que complementar con el nivel de ocupación de los salones, que es a fin de cuentas el recurso que termina limitando a la universidad de ofrecer más cursos.

Ahora bien, el análisis no se debe hacer calculando cuál es el costo de ocupar un salón, pues como ya explicamos, independientemente del número de cursos que se impartan en la universidad, el arriendo o la depreciación del edificio es exactamente igual. Lo que se debe analizar es si existe una restricción de capacidad y si es así, se debe calcular cuál es la contribución de cada curso en función del espacio utilizado. En otras palabras, si el número de cursos excede la cantidad de salones disponibles, debemos asegurar que los salones se ocupen con los cursos con la mayor contribución posible. Pero si no hay restricción de capacidad, sea porque el curso es presencial y se va a ofrecer en horarios de baja ocupación o porque el curso es virtual y la plataforma no tiene límite de participantes, cualquier peso de utilidad que genere el curso, es un peso más de utilidad para la universidad (con el beneficio adicional de no tener que informar a los estudiantes que se inscribieron que el curso no se abrió, lo cual seguramente desmotivará a los estudiantes inscritos).

De toda esta historia hay tres reflexiones importantes que quiero resaltar:

  1. La universidad, al igual que muchas compañías de diversos sectores económicos, no han cuestionado sus políticas y formas de operar después de la pandemia de la COVID-19. En el caso de la universidad, al no haber presencialidad, las políticas de rentabilidad mínima por curso se deberían repensar. Ser más agresivos en el portafolio de cursos cortos virtuales podría ser una estrategia interesante para contrarrestar la caída en el número de inscripciones en pregrado y posgrado y usarse como estrategia de mercadeo para los otros cursos de educación continua o programas de posgrado relacionados con el tema del curso.
  2. La forma en que se estructuran los cursos en educación continua es un juego de suma cero. Dicho de otra forma, una mayor ganancia del docente es una menor ganancia de la universidad y viceversa. ¿Por qué no pensar fuera de la caja y estructurar los cursos de forma distinta? Es probable que haya docentes con tiempo disponible que estén dispuestos a explorar acuerdos de riesgo compartido mediante los cuales el docente y la universidad dividen la utilidad del curso en partes iguales. Esta medida facilitaría aún más la apertura de cursos y generación de ingresos marginales tanto para la universidad como para los docentes.
  3. La asignación de costos es uno de los errores más frecuentes que cometen las organizaciones. La inclusión de la mano de obra directa y los costos indirectos de fabricación generan todo tipo de distorsiones al momento de evaluar la rentabilidad de los productos y servicios y tomar decisiones con esta información. La contabilidad administrativa y la contabilidad del trúput proveen un proceso de pensamiento diferente, en el cual todas las decisiones se analizan con las variaciones de las ventas, los costos, los gastos y la inversión. Si desea profundizar en este punto, lo invitamos a que se inscriba en nuestro curso virtual “Cómo tomar mejores decisiones, evitando las trampas de la contabilidad de costos”. Para más información, visite este link.

Antes de concluir este artículo es importante recordar la ley de Souder: “la repetición no establece validez”; es decir, el hecho de que la gran mayoría de empresas tome decisiones con base en la contabilidad de costos no significa que esto sea lo correcto. Siempre debemos tener presente que lo que funcionó muy bien en el pasado, hoy puede estar generando más problemas que beneficios.